domingo, 26 de julio de 2015

las hemranas d ela reina



María Anna, o Marianna, hija mayor de María Theresa con su amado Franz Stephan, quedó automáticamente descartada del mercado matrimonial por ser una archiduquesa "defectuosa".

Aunque el retrato refleja una joven bastante agraciada y elegante, en realidad se trataba de una muchacha raquítica, de triste apariencia y pésima salud. No se podía negociar con ella ninguna alianza conveniente, pues cualquier otro país se hubiese ofendido si hubiesen pretendido darles "gato por liebre". Marianna, que a pesar de sus limitaciones físicas contaba con una aguda inteligencia, se sintió desgraciada al verse completamente relegada en los afectos maternos a favor de sus hermanas, que, por no padecer ningún achaque, resultaban más interesantes desde el punto de vista dinástico, algo tremendamente importante a ojos de María Theresa. Se decidió que ella, cuya presencia suponía una constante incomodidad a la familia, entraría en religión. Por supuesto, su rango impedía que se hiciese de ella una simple monja: directamente sería abadesa del convento Imperial y Real fundado en Praga para damas de orígen noble que tomaban los velos. El convento se beneficiaba de tener a esa flamante abadesa, pues se le asignaba una renta anual impresionante para la época. En una etapa ulterior de su vida, ya resignada a su destino, Marianna sería abadesa de Klagenfurt, en Carintia.

María Christina, Mimí. 

El constante trato de favor que María Theresa dispensaba a Mimí hizo que ésta se ganase la antipatía de sus hermanos y hermanas, quienes consideraban que carecía de tacto, soltaba la lengua a paseo con excesiva facilidad y, sobre todo, le íba con chismes a mamá. 

En su radiante primera juventud, esta Mimi... 



...se enamoró apasionadamente del príncipe Louis-Eugen de Württemberg. Louis-Eugen había pasado una larguísima temporada en la corte francesa de Versalles, especialmente refinada y sofisticada, antes de llegar a la corte imperial de Hofburg. Tenía buena presencia, pero, sobre todo, había adquirido ese barniz de finura que se creía que sólo proporcionaba Versalles; aparte, se trataba de un príncipe ilustrado, que había adoptado con entusiasmo las ideas de los enciclopedistas y se carteaba tanto con Rousseau como con Voltaire. Precisamente por esa afinidad del chico con los filósofos ilustrados, María Theresa consideró inaceptable un matrimonio de Louis-Eugen con su favorita indiscutible María Christina. 

Con el corazón bastante magullado, Mimí se reconfortó en una relación amistosa con su cuñada Isabella de Parma, reciente esposa de su hermano Joseph (a posteriori, emperador Joseph II). Los sentimientos de Isabella hacia Mimí adquirieron ribetes de gran pasión amorosa: aunque pasaban juntas gran parte del día, Isabella no podía soportar alejarse de Mimí ni siquiera un par de horas sin escribirle una larga carta llena de expresiones que van más allá de una comprensible ternura casi-fraternal o de una sincera amistad. La muerte prematura de Isabella, a causa de una viruela contraída cuando acababa de dar a luz una segunda hija que no sobrevivió al parto, coincidió en el tiempo con el enamoramiento de Mimí de un príncipe de Sajonia: Albert. 

Albert era un tercer hijo varón, por lo que carecía de expectativas de futuro. No heredaría un trono, ni extensos territorios, ni riqueza alguna. Franz Stephan se oponía rotundamente a esa eventual boda de Mimí, pero la muerte de Franz Stephan dió a Mimí la oportunidad perfecta: aprovechando la vulnerabilidad emocional de María Theresa, logró permiso para casarse con Albert. 

 
María Theresa otorgó una fabulosa dote a su hija, pero, no contenta con eso, adquirió a buen precio el ducado de Teschen para su nuevo yerno Albert. Además, le encomendó a Albert la representación imperial en Hungría, de forma que la pareja se estableció en el gran castillo de Bratislava. Se había acordado que, cuando en un futuro falleciese el hermano de Franz Stephan, Charles de Lorraine, gobernador de los Países Bajos Austríacos, Albert y Mimí ocuparían el prestigioso cargo vacante. Pero, entre tanto, permanecían en Bratislava, para gran regocijo de María Theresa, que les visitaba con asiduidad. 
Mimí tuvo un matrimonio por amor...y fueron felices juntos. Su única pena radicó en que su única hijita falleció al nacer, en un parto bastante complicado que dejó a la archiduquesa duquesa de Teschen incapaz de concebir de nuevo. Los esposos se dedicaron a cumplir las tareas encomendadas, a crear una gran colección de cuadros -la famosa colección albertina- y, en su ancianidad, adoptaron como hijo/heredero a un sobrino nieto de Mimí, el archiduque Karl, fundador de la rama Teschen de la casa imperial de Austria.

María Elisabeth, apodada Liesel, tenía fama por ser la más hermosa de aquel ramillete de archiduquesas Habsburgo-Lorena. 


María Elisabeth, Liesel. 


Era muy guapa, tenía plena conciencia de ello y se sentía la mar de bien cuando le dirigían miradas cargadas de admiración. La propia María Theresa, su madre, observó la auto-complacencia de María Elisabeth con esas miradas halagadoras, proviniesen de un príncipe, de un cortesano o de "un simple soldado de la guardia imperial". 

Para semejante belleza de sangre imperial se esperaba el matrimonio más brillante, el que acarrease el mayor prestigio. En cierto momento, se consideró muy seriamente la posibilidad de casarla con ya madurito Louis XV de Francia, viudo de la reina María Leczynska y padre de una abundante cuadrilla de hijos. Seguramente, a la vanidosa Liesel no le hubiera importado casarse con aquel hombre que no había llorado la pérdida de su esposa y se había consolado rápidamente de la reciente pérdida de su maîtresse en titre durante veinte años, la célebre Madame Pompadour. A fín de cuentas, Louis XV le hubiese permitido a Liesel resplandecer en la mismísima corte de Versalles. 


La tragedia de María Elisabeth consistió en que contrajo la viruela. La enfermedad puso en peligro su vida, pero, sobre todo, le dejó la cara absolutamente destrozada, con las marcas atroces que habían ocasionado las pústulas. Eso supuso un duro golpe emocional para una chica acostumbrada a que todos bebiesen los vientos por ella y a que se discutiese acaloradamente qué rey podía ser merecedor de semejante archiduquesa. A partir de entonces, se decidió que, al igual que su hermana mayor Marianna, no había ninguna opción de futuro excepto la vida de abadesa en un convento.

María Amalia era una archiduquesa suficientemente bonita y espabilada, pero le afectó profundamente crecer en una constante comparación con sus hermanas María Christina y María Elisabeth. El hecho de que su madre se empecinase en compararla con las mayores causó un daño irreparable en la relación de la emperatriz con la archiduquesa María Amalia, aunque sólo se podría calibrar ese hecho con el paso del tiempo y la evolución de los acontecimientos. 

En su juventud, María Amalia se enamoró perdidamente del duque bávaro Karl von Zweibrücken, un hombre apuesto, gallardo y de excelentes maneras. El hecho de que Mimí hubiese logrado permiso de la madre para casarse con Albert de Sajonia hizo que subiesen como la espuma las ilusiones de María Amalia: seguramente, a ella se le permitiría, entonces, comprometerse con Karl von Zweibrücken. Por esa época, además, las combinaciones matrimoniales que estaban ocupando la mente de María Theresa afectaban a las hermanas menores de María Amalia, María Josepha y María Carolina: un punto más para reforzar las expectativas de la joven archiduquesa prendada de su duque bávaro. 

Pero la muerte prematura de María Josepha, de quien hablaremos luego, trastocó todo. Después de conferenciar con su apreciado canciller Kaunitz, María Theresa decidió que María Amalia no podía ser entregada a un simple duque bávaro. El chico abandonó la corte vienesa sintiéndose humillado y amargado. María Amalia, completamente abatida, se enteró de que debía marcharse a Parma para casarse con el duque Ferdinando, nieto a través de su padre de un rey de España y a través de su madre de un rey de Francia. Ferdinando era seis años menor que María Amalia; todavía jugaba con soldados de plomo y admitía, sin rebozo, que sus dos ocupaciones favoritas eran asar castañas en otoño y echar al vuelo las campanas de cualquier iglesia. 


María Amalia, como Diana Cazadora. 

Obviamente, la malcasada María Amalia recibió la presión adicional de una serie de instrucciones de su madre. En Parma, debía dedicarse a complacer a su esposo y a su nueva familia, concebir hijos con adecuada prontitud y no meter las narices, bajo ningún concepto, en asuntos políticos. Quizá porque ya estaba harta de que la mangoneasen, en cuanto la muchacha se encontró en su ducado italiano echó en el olvido las exhortaciones maternas. Desdeñando el protocolo, permitía el acceso a sus aposentos de gente sencilla que acudía a solicitarle su intercesión en cualquier materia y se divertía bailando con los tenientes de la guardia; pero lo peor fue que se unió al partido cortesano que conspiraba para lograr la caída en desgracia del poderoso ministro du Tillot, apoyado por las cortes borbónicas de Madrid y Versalles. María Theresa mandó a dos hombres de su confianza, el barón Knobel y el conde Rosenberg, a intentar meter en cintura a María Amalia, pero ambos fracasaron estrepitosamente. 

El resultado fue que María Amalia respondió con violencia a las nada veladas amenazas de María Theresa. La agraviada emperatriz dejó de escribirse con su hija, pero, además, prohibió que el resto de hijos e hijas se carteasen con la hermana díscola. Las relaciones no se recompusieron después de que María Amalia tuviese una hija, Carolina, aunque cuando tuvo como segundo retoño un hijo, Luigi, la abuela austríaca consideró que su amor de madre estaba por encima de cualquier ofensa y que debía congraciarse por ese nieto. María Theresa lo intentó enviando a Colloredo a Parma con suntuosos regalos. María Amalia se mantuvo indiferente. 

Sólo con el tiempo volvió María Amalia a sostener correspondencia con sus hermanos y hermanas, en especial con las menores, María Carolina y María Antonia (a la sazón, Marie Antoinette). Al igual que María Carolina, sufrió mucho cuando la Revolución Francesa llevó a la guillotina a su hermana pequeña y a su cuñado. Luego, en la serie de acontecimientos que puso en marcha la revolución, la rampante República francesa mandaría a su general corso Napoleón Bonaparte a hacerse con el control de Italia. Ferdinando, el esposo de María Amalia, murió entonces, según los rumores tras haber ingerido una taza de chocolate envenenado; la viuda hubo de recoger sus cosas y huír apresuradamente hacia Viena. Al cabo de unos meses en Viena, prefirió establecerse en Praga: allí falleció sólo dos años después de que hubiese perecido su marido, el marido que nunca había amado pero al que había llegado a apreciar.
María Carolina, que en realidad fue llamada Carlota durante su infancia y adolescencia en la corte austríaca, fue una de los cuatro hijos menores de la pareja formada por María Theresa y Franz Stephan. Al igual que su hermana pequeña María Antonia, se benefició del hecho de que su madre, para cuando completó su extensa prole, ya estaba demasiado inmersa en la gestión del poder imperial, con sus asuntos de gobierno siempre exigiendo atención, aparte de preocupada por trazar el destino de los retoños de mayor edad. 

María Carolina y María Antonia crecieron muy unidas, fraguándose una relación fraternal que mantendría su especial intensidad a lo largo de los años, pese a la enorme distancia que llegaría a haber entre ambas. Las dos estaban a cargo de la demasiado blanda condesa Brandeis, que, al final, fue reemplazada por la más seria y estricta condesa Lerchenfeld. 

El momento más duro en la adolescencia de María Carolina surgió cuando la separaron de María Antonia, para empezar a prepararla de forma específica antes de enviarla a la lejana Nápoles. 

María Carolina descendió de su carruaje varias veces, para abrazar y besar, llorosa, a su compungida hermana María Antonia. A la condesa Lerchenfeld le rogó, con voz casi rota, que por favor no permitiese que la jovencísima María Antonia se olvidase de ella. Esa escena conmovedora dejaría una huella indeleble en la memoria de las dos hermanas. 

Muchacha de carácter fuerte y apasionada en extremo, María Carolina no se resignó a un matrimonio puramente de conveniencias así como insatisfactorio con el rey Ferdinando I de las Dos Sicilias. La primera carta que María Carolina remitió a su madre María Theresa era asombrosamente franca: su esposo era rematadamente feo y lo único de lo que podía congratularse era de que, al menos, no apestaba (se entiende que el hombre cumplía escrupulosamente en lo que atañía a su higiene personal).

Pronto, se extendieron por todo el continente rumores que no dejaban precisamente bien parada la reputación de María Carolina. Al igual que su hermana María Amalia en Parma, María Carolina se había rodeado de una camarilla que apostaba fuerte en cuestiones políticas. En su caso, estaba prácticamente dominada por un partido inglés que trataba de remover la tradicional influencia franco-española en la zona. Las cortes borbónicas, que le habían reprochado agriamente a María Theresa que María Amalia actuase contra sus intereses en Parma, tuvieron ahora motivos para poner el grito en el cielo a medida que María Carolina hacía lo mismo en Nápoles. Los tres principales amigos ingleses de María Carolina eran el embajador británico William Hamilton, la escandalosa esposa de éste Emma y John Acton, quien, para colmo, se convirtió en amante de la reina. 

María Theresa llegó a ponerse muy violenta con esta nueva hija díscola. Le amenazó con prohibir cualquier clase de contacto entre ella y su hermana pequeña, a esas alturas ya "dauphine" en la corte francesa. Pero nadie pudo evitar que María Carolina siguiese metiéndose en líos a través de las décadas. No obstante, sufrió dos serios reveses en su vida: nunca logró sobreponerse a la tragedia de María Antonia, y, en la posterior época napoleónica, hubo de buscar refugio, como exiliada, en la corte de Viena; el colmo de los colmos, para ella, fue que una de sus sobrinas Habsburgo, María Luisa, hubiese tenido que casarse con Napoleón por razones de Estado. 


María Carolina con uno de sus hijos. 

María Carolina vivió lo suficiente para ver derrumbarse la estructura napoleónica. En última instancia, aceptó que su hija favorita María Amalia se casase con el príncipe Louis-Philippe de Francia, luego rey Louis-Philippe, a pesar de que él era el hijo de aquel Philippe Egalité que había votado a favor del guillotinamiento de Louis XVI, marido de Marie Antoinette. Dado que Louis-Philippe y María Amalia se amaban realmente, María Carolina se tragó sus resquemores hacia la familia de él en beneficio de su hija favorita.

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